Bóveda
David del Puerto
Para mezzosoprano, violín y guitarra
En el jardín de las miradas de diamante,
En el jardín negro,
En el jardín del escorpión y el toro,
En el jardín de hielo oscuro,
La sombra de mi alma
Late entre los restos de la luz del primer día.
Con las alas de un ángel eléctrico
He volado hasta el círculo de fuego
Donde habitan los dioses,
He bebido la leche derramada de los pechos de Hera,
Me he bañado en el río de plata
Desde el que he divisado el corazón
De la armonía.
Llevo en mis ojos la imagen
De la bóveda inmensa y lacerante,
Llevo en mi carne la herida
De un anhelo sin rumbo ni destino.
Suena el murmullo del aire encendido…
Ahora es tiempo de abrir un sendero nuevo
Que me guíe hasta un cielo más claro y amable,
Ahora es tiempo de volver a mi ser.
Ahora es tiempo de tierra,
De mirar hacia el suelo,
De abrazar un manojo de verde muy tierno
Y descansar.
En el atardecer
Poema de David del Puerto sobre el cuadro «Interior de catedral»,
óleo sobre de zinc de Jenaro Pérez Villaamil (Museo de Belas Artes da Coruña)
Para voz, violín y guitarra
Piedra blanca de espuma de luz,
Aire frío, oscuro, que se abraza al nervio alado,
Fantasmas que arañan el silencio…
Quizá esté el Paraíso entre tus muros
(¿O el Paraíso está bajo las aguas?),
Pero es la tarde quien ha abierto mis ojos
(¿Podrá un sol de tiniebla iluminar su propia oscuridad?).
Inmenso espacio inasequible,
Estás jugando a sembrar prados celestes
En los pechos terrestres…
Los pies crujen de frío contra el suelo,
Las miradas vacías
Se cruzan un instante
Y vuelven al refugio de la nada
(Las hebras de luz tierna
Nos han dado un momento de esperanza
Antes de deshacerse,
De volar hacia el día de mañana).
Todos somos fantasmas
Que anhelan una estrella.
Quizá esté escondida
Entre los muros de esta catedral.
Espacio de la luz
David del Puerto
Para cuatro voces mixtas
Sobre un espacio herido
Me deslizo hasta el cuerpo manchado
De colores nuevos
(No sé qué es más verdad:
La imagen en el aire,
La imagen en mis ojos).
He jugado a la sombra de esta torre
Lamida por la luz,
Y he visto en ella
Crecer las flores más secretas.
El aire se quiebra con un ¡din, dan! Lejano
(Amén, amén).
Para vosotros,
Ya es hora de volar hacia el cielo,
De retornar a casa.
Os veo ir en silencio (adiós)
Y bajo la mirada.
Cruzo el marco sin prisa.
Sé que estás esperando entre los símbolos.
Tenemos mucho tiempo:
Tu llamada es serena.
Voy a perderme entre las sombras de este cielo
Para saber quién fui, quién soy.
Carne de la tierra.
Espacio de la luz.
Rostro de niña coronado de estrellas.
La madre alquímica se abre
Y entrega al aire su materia blanca,
Ahora hecha claridad
Bajo el manto radiante de las aguas celestes.
Carne de la tierra.
Un paisaje se arrastra
Bajo un viento de luna,
Y desde el pozo emerge un húmedo secreto.
Espacio de la luz.
Rostro de niña coronado de estrellas.
Madre alquímica abierta,
Deja al aire cantar
Sobre tu carne tersa.
Febrero (una canción para Laia Falcón)
David del Puerto
Para soprano y piano
Azul limpio de febrero,
Cristal azul
Que ilumina mi alma despierta,
Cántame qué secreto se esconde en tus entrañas…
Amigo fiel,
Muéstrame la senda clara
Que guía mi paso al centro de tu luz,
Corazón del invierno,
Hielo en el almendro…
Sol de invierno
Libreto de David del Puerto
basado en el final del drama «Espectros», de Henrik Ibsen
<Estancia mínimamente amueblada: dos sillones, un ventanal con cortinas, una puerta. Al comenzar, la escena está desierta. La ventana tiene las cortinas corridas. Entran la madre y Oswald. Él, caminando lentamente, observa con extrañeza la estancia. Ella, andando con más viveza, está pendiente de Oswald en todo momento. Oswald se sienta.>
LA MADRE – ¿Estás cansado, Oswald? Has hecho un largo viaje. ¿Quieres dormir?
OSWALD – ¡No, no puedo! No duermo nunca, no recuerdo haber dormido nunca… Cuando cierro los ojos, solo puedo pensar en mi final, sentir cómo se acerca.
LA MADRE – ¡No digas eso! Voy a abrir un poco. Necesitas aire.
OSWALD – No quiero ver puertas ni ventanas. La angustia me está haciendo pedazos.
LA MADRE – Déjame, al menos, acercarme a ti.
OSWALD – ¡No! Ahora no, no…
LA MADRE – Solo quiero ayudarte.
OSWALD – Claro, madre. Yo sé cuánto me quieres, te lo agradezco, de verdad. Además… Puedes serme muy útil.
LA MADRE – ¡Claro que sí, Oswald! Lo seré. Haré lo que me pidas. Casi quisiera dar las gracias por la enfermedad que te ha traído junto a mí.
OSWALD – ¿Cómo?
LA MADRE – Perdona… Sé que hace tiempo que dejaste de sentirte mi hijo, y quiero recobrarte.
OSWALD – ¡Quieres recobrarme!… Soy un hombre enfermo, no puedo ocuparme de tus sentimientos. Ya tengo suficiente con mi propia tragedia.
LA MADRE – Sabré darte mi amor.
OSWALD – ¡Prefiero tu alegría!
LA MADRE – ¡Tendrás mi alegría!
OSWALD – Voy a necesitar toda la alegría del mundo para librarme de esta angustia que me está matando.
LA MADRE – Olvida tus miedos, Oswald… ¡Vive! Vive y olvídate de todo.
OSWALD – Sí. Me olvidaré de todo. Eso es seguro.
LA MADRE – <Extrañada, súbitamente inquieta.> – ¿Qué quieres decir?
OSWALD – Nada, nada. ¿Aún es de noche, madre?
LA MADRE – <Camina hacia la ventana y descorre las cortinas.> – Está empezando a amanecer. Las sombras abandonan las cumbres. No hay nubes en el cielo. Me dijiste que ya no podías vivir sin el sol: también aquí, en tu casa, tendrás el sol.
OSWALD – Lo necesito. Quizá aún haya cosas que puedan devolverme la alegría, retornarme a la vida.
LA MADRE – Las hay. Las buscaremos, las encontraremos juntos.
OSWALD – Pero tendré que olvidarme de mi trabajo.
LA MADRE – ¿Qué estás diciendo?
OSWALD – Nunca más volveré a crear…
LA MADRE – ¡Oswald! ¡No digas eso!
OSWALD – ¡Mi alma será un páramo!
LA MADRE – ¡No, Oswald! No te dejes arrastrar otra vez. No tendrás que renunciar a nada. Te reharás, volverás a trabajar. Venceremos a la enfermedad.
OSWALD – ¡Palabras!
LA MADRE – ¡No te rindas! Todo está en tus manos…
OSWALD – ¡Basta! Ya basta… Tenemos que hablar, madre.
LA MADRE – Sí, claro, Oswald. Cuando quieras.
OSWALD – Ya va a salir el sol, ya puedo sentirlo. Al menos, creo que la angustia retrocede ante la luz.
LA MADRE – El alma está llena de sombras…
OSWALD – Escucha, madre…
LA MADRE – Dejemos que el sol las disipe.
OSWALD – Esta noche has dicho que serías capaz de hacer cualquier cosa por mí.
LA MADRE – Sí, lo he dicho.
OSWALD – Necesito saber si es cierto.
LA MADRE – Nunca he dicho nada tan cierto. ¿No me crees?
OSWALD – Sí. Escúchame… – <Se queda por un momento ensimismado.>
LA MADRE – Habla… ¡Habla! Me estás asustando.
OSWALD – <Saliendo de su ensimismamiento.> – No, no. Hablemos con calma, mantente serena.
LA MADRE – Ya lo procuro. Pero ¿qué tienes? – <Se acerca junto a Oswald y le coge las manos.> – Por favor…
OSWALD – <Soltándose con suavidad> – Bien. Solo quiero contarte qué es lo que me pasa. No te voy a mentir: solo la angustia y la desesperación me han hecho volver.
LA MADRE – Claro, estás enfermo. Lo entiendo, no te preocupes.
OSWALD – Ahora, escucha. La enfermedad no está en mi cuerpo…
LA MADRE – ¿Qué dices?
OSWALD – El mal que me destruye ni siquiera va a matarme. Es más cruel que la muerte misma. Mi enfermedad está… – <Llevándose la mano a la cabeza.> – aquí.
LA MADRE – No puede ser.
OSWALD – ¡Cállate! Está dentro de mi cabeza, y solo espera una ocasión para acabar conmigo, robar mi alma, aniquilarme. Puede ocurrir en cualquier momento.
LA MADRE – No, no…
OSWALD – No tenemos mucho tiempo.
LA MADRE – ¡No! Todo es mentira, es imposible, imposible. Te conozco: solo quieres asustarme para servirte de mí. Tomarás lo que necesites y volverás a desaparecer. ¡Es eso! ¿Verdad?
OSWALD – ¡Escúchame!
LA MADRE – ¡Es eso! Dime que sí, y te daré lo que quieras.
OSWALD – No, no… Ya tuve un ataque. Duró poco. Pero cuando me dijeron cuál sería mi futuro, corrí hasta ti, roto por el pánico.
LA MADRE – Estás temblando…
OSWALD – Sí, no puedo soportarlo. Lo daría todo por no tener más que una enfermedad mortal dentro de mi cuerpo, y morir siendo yo mismo… Porque tengo ya más miedo de vivir que de morir. No, no puedo soportarlo.
LA MADRE – Pero me tienes a mí, siempre estaré a tu lado…
OSWALD – ¿Es eso todo lo que piensas darme? ¡Nunca! ¡No quiero tu amor resignado! No quiero que el tiempo pase sobre mí, no quiero que te mueras y dejes en el mundo un resto indefenso, una sombra de lo que fui yo. No quiero ser un vegetal en el cuerpo de un hombre.
LA MADRE – Oswald… ¡No lo permitiré! ¡No dejaré que te venza!
OSWALD – Madre, no hay esperanza, acéptalo.
LA MADRE – ¡No, yo no quiero aceptarlo! He aceptado tantas cosas en mi vida… pero esto no.
OSWALD – Reserva tu valor. Lo necesito. ¡Ayúdame! Ayúdame…
LA MADRE – ¡Haré lo que me pidas! ¿Cómo puedo ayudarte?
OSWALD – <Sacando una caja del bolsillo> – Es… muy sencillo. -<Sonríe con tristeza.> – ¿Ves esto, madre?
LA MADRE – ¿Qué es?
OSWALD – Un pequeño envase, una aguja…
LA MADRE – ¡Oswald, eso no!
OSWALD – Hay suficiente…
LA MADRE – <Intenta quitarle la caja.> – ¡Dámelo, ahora mismo!
OSWALD – <Se guarda la caja.> – No, madre, aún no.
LA MADRE – Por favor, Oswald… Antes, me moriría.
OSWALD – Debes vivir si de verdad me quieres… Espera a verme roto, indefenso, espera a ver mis ojos vacíos, mirándote sin verte. Entonces, solo tú podrás ayudarme…
LA MADRE – ¡No me pidas eso!
OSWALD – Quizá entonces incluso lo desees, y comprendas que no hay otra salida.
LA MADRE – ¡Yo te he dado la vida! – <Se acerca a Oswald con las manos tendidas.>
OSWALD – <La rechaza y se aleja.> – Nadie te la ha pedido. ¡No la quiero! ¡Puedes cobrártela!
LA MADRE – <Retrocede estupefacta, aterrorizada.> – ¡Antes, prefiero huir de ti! – <Corre hacia la puerta.>
OSWALD – <Corre tras ella y la sujeta.> – ¿Prefieres no ver nada? ¿No saber? ¡No me dejes solo!
LA MADRE – Buscaré ayuda. ¡Suéltame! – <Se zafa de Oswald.>
OSWALD – <Se pone ante la puerta.> – No buscarás a nadie, ni saldrás de aquí.
LA MADRE – ¡Oswald, no! ¡No puedo…!
OSWALD – Demuéstrame tu amor. ¡Ahora es cuando lo necesito! No me condenes a este sufrimiento…
<La madre comienza a moverse, agitada y confusa, por la estancia. Él la sigue con la mirada, inmóvil. Ella se detiene un momento y mira furtivamente a Oswald. Vuelve a caminar, ahora más lentamente, meditativa. Finalmente se detiene y queda inmóvil, en un extremo opuesto de la estancia, de espaldas a él. Se vuelve lentamente hasta que quedan frente a frente.>
LA MADRE – Aquí me tienes.
OSWALD – ¿Lo harás?
LA MADRE – Lo haré, si es necesario.
OSWALD – Gracias, madre.
LA MADRE – Pero déjame esperar que no lo sea.
OSWALD – Claro, claro… Te dejaré esperarlo. Me dejaré a mí mismo. Me dejaré vivir como si aún tuviera tiempo, como si nuestro reencuentro fuera el premio de un viaje agotador.
LA MADRE – Sí, sí…
OSWALD – Vamos a disfrutarlo.
LA MADRE – <Camina hacia la ventana y mira al exterior.> – Ven a mirar el día que comienza. Ahí tienes a tu sol. – <Oswald va hacia la ventana y se sitúa junto a ella, mirando el sol naciente.> – Ha venido para darte la alegría que querías. Yo también quiero bañarme en ese sol, arrancar de su luz una esperanza para los dos.
OSWALD – <Sufriendo una convulsión repentina.> ¡Madre!
LA MADRE – <Le sujeta y le acompaña a sentarse.> – Tienes que descansar. No quiero que hables más, estás agotado. Ven… Siéntate. Pídeme lo que quieras. Déjate acunar por el calor de la mañana y descansa, no pienses en nada.
OSWALD – <Tras una pausa. Sin expresión.> – Madre, dame el sol.
LA MADRE – ¿Qué dices? Oswald…
OSWALD – El sol… Madre, el sol… – <Se desploma y queda como muerto, inexpresivo, mirando a la nada.>
LA MADRE – ¿Qué te ocurre? No, por favor… Danos más tiempo. ¿Me oyes? ¡Oswald!
OSWALD – Madre, dame el sol…El sol… El sol…
LA MADRE – <Le coge la cabeza.> – ¡Oswald! ¡Mírame! ¿No me reconoces? ¡Danos solo un poco más de tiempo, un poco de tiempo para los dos! ¡No! ¡No puedo más! – <Cae de rodillas al suelo> – No puedo más…- <Irguiéndose súbitamente.> – ¿Dónde está? – <Busca en los bolsillos de Oswald.> – ¡Sí, aquí! – <Saca la caja.> – ¡No puedo! – <Se aleja y se detiene a unos pasos de Oswald. Se gira lentamente y comienza a caminar hacia él abriendo la caja. La luz empieza a disminuir, la escena se oscurece poco a poco hasta quedar completamente oscura.>
Paisaje
David del Puerto
Para la obra Paisaje (4 voces mixtas)
I
Luz primera en la calma del sueño de la tierra,
Ven…
Tú deshaces la escarcha,
despiertas suavemente a la amapola,
filtras tu hebra de oro entre la tierra,
te hundes,
retornas al abismo en que la vida duerme
y resurges en Luz
con el alma del mundo prendida de tu manto,
aferrada a tus dedos,
aún cerrados sus ojos por un sueño
que tu calor disipa.
Ven, luz primera, ven…
II
Una flor
segada por el viento
se arrastra, gira,
persiguiendo su sombra;
deja una estela de color
entre la hierba oscura,
en la piedra, en el musgo,
para rendirse
al pie del sauce viejo,
que toma su perfume
y lo guía a la cumbre
donde se hace recuerdo,
una memoria fértil
devuelta en lágrimas muy dulces
a la tierra;
memoria de árbol niño,
olor vegetal crudo
que penetra, húmedo,
en la sombra de su origen
para volver al viento
y segar una flor,
librarla al aire
sobre la última franja de la luz
del día que se acaba.
Poemas del ocaso y la noche
David del Puerto
Para mezzosoprano y guitarra
Perdida
Perdida entre las sombras del jardín,
Mi mirada te busca
En este atardecer
Que se desliza tan lentamente hacia la noche.
Al fin te encuentro,
Naciendo entre las flores,
Alma de luz oscura y honda.
Tu voz se enreda en la penumbra,
Mi voz susurra entre tu pelo,
Y la primera estrella
Nos canta su canción de eternidad.
Flores de luz
Flores de luz
entre las ramas esqueléticas
del árbol solitario
(primavera en el cielo de la noche de invierno).
Gotas de sangre blanca
caídas de la luna
(la herida de la noche
es una fiesta del fuego primitivo).
Sobre su telón negro,
la Maga se desangra
hacia la Luna Nueva.
Luna
Luna,
Candil de nieve en el abismo de la noche;
Luna,
Medida de la sangre de Afrodita;
Vierte sobre mi piel
El aceite de plata
Que alumbra mi camino,
Y abre la senda hasta tu templo de misterio,
Que quiero recibir en mi cuerpo desnudo
La lluvia de colores
Con la que el cielo fecunda a mi planeta.
Prólogo (para Jesús Mateo, en los 20 años del inicio de las pinturas de Alarcón)
David del Puerto
Para mezzosoprano y guitarra
¡Qué bella es esta hora!
Es pura eternidad…
De la bóveda oscura
Nace un frío de fuego,
De los muros callados emergen
Manantiales de luz.
En la sombra dormida
De la esquina más negra
Se despierta una estrella,
Y en el alma del aire se escucha
La voz tenue
De la piedra hambrienta de ser.
¡Qué bella es esta hora!
Es pura eternidad…
Radiante oscuridad,
Noche lúcida,
Negra lluvia feroz sin fin
Entre las sombras sin color.
Las horas se vuelven nieve, aire,
Escamas de suave metal.
Noche lúcida,
Corazón de un pájaro azul,
Negra lluvia feroz sin fin
Entre las sombras sin color
Que miran ciegas
A las manos teñidas de luz.
Áspera roca,
Muestra tu alma de mar…
Radiante oscuridad,
Noche lúcida,
Manos teñidas,
Escamas de suave metal.
La piedra se abre hacia el misterio
De un nuevo ser
De carne y fuego.
Es pura eternidad…
Sobre la Noche y Nocturno
David del Puerto
Texto de para las obras Sobre la Noche (soprano y acordeón) y Nocturno (soprano, violín, cello y piano)
Un día más, alcanzo a ver el fin del día. Un día más, una fuerza cuyo sentido ignoro me permite asomarme a la noche y volver a la plena posesión de mí misma. Detenerme, lamerme las heridas, olvidar, y buscar en mi selva una fuente para apagar mi incendio. Aunque sea una fuente salada que seque lo que anegue y no ofrezca más calma que la de un desierto, un páramo en el que detener, por un instante, el círculo de vértigo en el que se abrasa cuanto toco y me quema cuanto alcanza mi piel.
Caminar por este páramo es volver a nacer desde el olvido, dejar atrás el volcán de mi deidad enloquecida y ansiosa, y orientar la mirada a la cinta de luz del horizonte, que se ha de abrir a un día nuevo tras una noche en la que soy enteramente mía.
La luna emerge tras la cabeza férrea de la montaña, y esparce su bruma incandescente sobre el valle en silencio. La noche me abre las entrañas con una gélida dulzura, y me arrastra a mi centro. Cada cosa que he visto, que he vivido, es un muro que esconde lo real: detrás de cada rostro, detrás de cada gesto, se oculta una verdad fuerte, densa, asequible tan solo a quien esté dispuesto a despojarse de su máscara para afrontarla y entrever qué hay detrás. Detrás de cada rasgo de un paisaje o de una vida entera. Detrás de la mirada de los amantes cuando dejan de mirarse. Cuando, tras el abrazo, se abisman por un instante en el vértigo familiar del alma propia, para volver a hundirse al instante siguiente en la ignorancia cierta del abismo del otro.
He andado este camino de ida y vuelta una vez, otra vez, y he acabado por encontrarme ante un espejo que me devuelve herida y sola. Cansada, pero capaz aún de buscarme lejos de mi disfraz, tomando mi alimento del silencio violeta de esta noche, para orientar la mirada al azul nuevo.
Bebiendo el agua clara del olvido, que fluye mansamente del manantial del tiempo, reconstruyo mi piel, y palpo la luz cálida que comienza a hacer nítidas las formas de un mundo que ahora puedo entender con otros ojos. Me detengo un momento. Aspiro suavemente. Y hago sonar de nuevo con fuerza mi paso entre los campos.
Versos nocturnos
David del Puerto
Para voz, guitarra y acordeón
Tan solo el ruido de mis pasos
en la llanura iluminada
por una luna pálida
que resbala en mi piel.
Una cinta de luz
separa el cielo de la tierra.
Y sobre mi cabeza
estrellas sin nombre,
diamantes ardientes,
se elevan
en el crepúsculo violeta
de un planeta perdido.
Mi camino sin rumbo
terminará detrás del horizonte,
con mi cuerpo asomado
al borde del abismo,
meciéndome
sobre los prados negros
en que habitan las luces de las noche.
El arquero celeste
se eleva sobre el mundo,
aferrado a su esfera de cristal.
Junto a la espuma blanca
del espinazo de la noche
un toro luminoso
recuerda su planeta:
Llanura, río y árbol,
donde nació a la carne y a la sangre.
El sendero se esfuma
en la bruma irisada de la luna,
y tierra y cielo se aparean
hasta el amanecer.
Visión del Errante
David del Puerto
Texto de para la obra Visión del Errante (12 voces mixtas)
Tras el jardín, la tarde. Campo mudo.
Sobre la tarde, posa en el viento suave
su mancha blanca y rosa el almendro celeste,
en un abrazo que precede a la noche,
ebria de preguntas imposibles.
Las flores pensativas del almendro
filtran la trama de oro y cristal
que ilumina el rostro del errante.
«Pon al final de este hilo tu mirada».
¡Cumbre inasible de entraña de nieve,
cumbre batida por el sol,
centellea tu cuarzo a través de la flor del almendro!
Tras la tarde, el camino. Su escudo es un olivo.
«Asciende…»
Los pasos no acaban
tras el sol atrapado en el alma pulida
de la última nieve.
«Vuelve tu mirada…»
Detrás de la aguja del hielo más puro
hay otra ladera.
Su superficie es suave como el cristal de luz.